martes, febrero 19, 2013

Mi terapeuta diría que mi obsesión con las novelas, cuentos, series, películas y demás material leíble, visible o escuchable, relacionado con Sherlock Holmes o Auguste Dupin (estoy a dos segundos de retomar también al entrañable Hércules Poirot) se debe a mi necesidad de darle solución a cosas que no están en mis manos resolver y que sólo puedo consolarme al ver cómo Sherlock y compañía sí pueden.
El asunto es que los misterios que tengo pendientes no podrían resolverlos ni ellos. Y es por eso que me aferro a intentar aprenderle algo a ese Dupin que se las sabía todas y no tenía que andar con la paranoia a cuestas tratando de atacar cabos. La diferencia entre ellos y yo es muchísima, necesitaría ser un personaje de cuento inventado por un gran escritor para poder tener todas la habilidades que ellos poseen. Pero no crean, cada noche cuando veo un capítulo de Sherlock, o cuando leo un cuentito donde Dupin vuelve a salvar al mundo, intento poner atención, como si tomara clases, para ver qué se me pega. Creo que he avanzado mucho en mis artes detectivescas: trato de ser más observadora, poner más atención a lo que se dice, pero también a lo que no se dice, intento que mi memoria no me falle, que no se me vayan los detallitos. Y ahí ando por la vida, tratando de resolver mis propios casos.
Sin embargo, más allá de aprender a observar, escuchar y obligar a mis neuronas a hacer sinapsis, me estoy llevando la mejor lección de todas: debe haber una motivación para resolver el caso. Y pues, en esas ando... buscando la motivación para ya, de una vez por todas, ser el detective de mis propios asuntos.
Un día de estos, se los prometo. Mi terapeuta me lo agradecerá, porque creo que está a nada de diagnosticarme con Síndrome de Holmes o algo así.

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