lunes, septiembre 23, 2013

Me gusta mucho dar abrazos. Creo en el poder curativo de un abrazo bien dado, uno de esos que envuelven, que arropan, donde los brazos se extienden totalmente para recibir el cuerpo del otro, para después cerrarse y apretar poco a poquito. Esos abrazos en que las manos del otro quedan en la espalda y te cubren, te protegen, te atraen. Abrazos que en verdad son abrazos. Y si duran más de lo políticamente correcto, pues mejor aún. Me gusta mucho abrazar, porque para mí no hay mejor regalo que mi espacio vital: "mira, ven, te quiero tanto que te regalo el espacio que la etiqueta dicta que debe haber entre ambos... te voy a dejar que invadas mi lugar seguro, te voy a permitir que traspases más allá de lo que le permito al mundo, y más aún, voy a abrirte mis brazos para que veas que no vengo armada, que soy vulnerable, que si quisieras podrías destrozarme en este momento."

Me gustan los abrazos sinceros, bien dados, sin pena, sin restricciones. Qué tristes deben ser aquellos que sólo dan abrazos de palmadita en la espalda. Que sólo tocan el hombro, que te detienen con la mano y sólo te agarran el brazo. Se pierden de esa hermosa sensación de sentir cómo late el corazón del otro. De olerlo, de saber a qué temperatura está, de escuchar su respiración. Vemos a los otros caminando, de aquí para allá, pero ¿cómo podemos comprobar si en verdad están vivos? ¿cómo, si lo políticamente correcto es estar a medio metro de distancia?

Me gustan los abrazos amplios, plenos, abiertos, bonitos, lentos. Abrazos que huelen a canela. Abrazos a 37°. Abrazos que son como un nido. Abrazos que dan la seguridad de que tu corazón sigue latiendo.

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