jueves, marzo 13, 2014

Ni lavadora donde caer muerta...

Aunque no parezca, hay cosas de las que siempre he estado segura. Y creo que la educación que he recibido (en casa y en la escuela) tienen todo que ver con eso. Es cierto que de pronto me da por perder el rumbo, pero al final del día me doy cuenta de que mientras pueda dormir con la consciencia tranquila y sabiendo que sonreí al menos una vez en ese día, todo está bien.

Siempre estuve segura de que no tendría un carro, por ejemplo. No los desprecio, incluso me gustan mucho y me encantaría saber mucho más de mecánica automotriz. Es sólo que nunca he querido tener uno. cuando tenía 18 mi mamá me compró un vochito, modelo ochenta y algo. Blanco, mañoso como él solo. Nunca me lo llevé a la escuela, pero lo sacaba diario para ir por la comida, o recoger a mi hermana, o si tenía alguna vuelta cerca de la casa. Una vez fui con un amigo a la embotelladora de Cocacola, que quedaba muy cerca, teníamos que hacer una entrevista para un trabajo de la escuela. Fue todo un reto pasar los topes, no chocar y lograr estacionarme. Mi pobre amigo casi le da un infarto durante el viaje... era muy mala para manejar. Pero mi resistencia a los carros no era únicamente por mi falta de pericia, al final eso se resuelve con la práctica. El asunto es que nunca he querido tener un carro. No lo necesito. No lo quiero. No está en mis planes.

Por el contrario, siempre he estado segura de querer ir a muchos concierto. A veces eso implica viajar (que es otra cosa de la que siempre he estado segura). No es lo mismo escuchar a Placebo en grooveshark o verlos en youtube, que estar en la primera fila del estadio y poder bailar y gritar y hacer headbang y enloquecer mientras Brian Molko me canta This Picture. La verdad es que con todo lo que he gastado en concierto es posible que ya hubiera juntado para un carro (o para el enganche). La diferencia es que prefiero ver a Placebo en vivo que manejar un Murcielago.

Hace unos días me manifestaron una gran preocupación por mi futuro -"¡tienes más de 30 y no tienes nada!"- y la verdad fue un golpe muy bajo. Porque claro, en el estricto sentido de la palabra, ni siquiera la pantallota en la que pierdo el tiempo cada noche me pertenece. Ni mi cama, ni la tele pequeña, ni el refri. Ni esta compu. Vamos, no tengo ni lavadora. Es verdad: no tengo pinches nada. Y entonces, mientras me quedaba en casa, muy triste por no tener nada y por no satisfacer los estándares de buena hija que en algún momento se me impusieron -y que al parecer incluyen llegar a los 30 mínimo con un carro- recordé esas cosas de las que siempre he estado segura.

Siempre he estado segura de dejar atrás los traumas y telarañas mentales. Y para eso he ido a terapia, y seguiré yendo las veces que sean necesarias. Siempre quise trabajar en algo que me gustara. Y por eso renuncié a un trabajo seguro y estable, pero opresivo y frustrante. Siempre quise hacer las cosas por el modo difícil. Porque así he aprendido más, porque lo mío es la complicancia, la enredosidad. Siempre quise ser feliz. Y con el tiempo he aprendido a emocionarme, a estrechar lazos, a sentir pertenencia, a decir te amo, a sonreírme cuando me veo al espejo.

Es tan cierto, no tengo nada. Nada de lo que quieren que tenga. Pero tengo todo. Todo lo que estoy segura de haber querido.

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